Suelo salir a correr sólo, en las
calores veraniegas lo hago tempranamente y en estos tiempos, que ahora entran, lo hago en lo que
en verano son las siestas, pero como digo casi siempre sólo.
Cuando corres sólo, el estricto
calendario de entreno eres tú mismo. Enderezar el cuerpo desganado, retirar de
la mente las molestias, que ya rara vez no te persiguen, acomodar el ritmo a la
frecuencia que no sea la acomodaticia del mañana subiré el ritmo; en fin
superar un cúmulo de “hándicap”, para arañar entrenos en los ajetreados días de
un sin parar y que, paradójicamente, esconden mil y una excusa para no hacer na.
Unas veces tardas más, otras menos,
pero al final siempre lograr sincronizar armoniosamente músculos y mente para
hacer un solo cuerpo. Cuerpo de gigante, eufórico en las zancadas e incansable
en el ritmo, que en la soledad del corredor te hace sentirte inmensamente
poderoso.
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A veces desde atrás se ven las cosas de otra manera |
En ese instante sublime de
grandeza, sientes el rebufo, del que aprovecha tu estela marcado un ritmo
callado, en el que entre su silencio te está lanzado un mensaje, “estoy
preparándome para darte una pasada”. Reaccionas y tú mente reestructura la
estrategia. Subes rodillas, braceas, simulas la respiración, miras por el
rabillo del ojo, te dices “jeje, chaval me parece que no te va a ser fácil”.
Sube el ritmo, subes el ritmo, jadeos. Hay una lucha cuerpo a cuerpo, donde los
mensajes callados están dado grandes voces “!Apreta!” “¡Aunque reviente” “No vas a conseguir pasarme”.
Es una lucha cuerpo a cuerpo entre
dos extraños de un casual rebufo. Eso sí sin patada.
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¡Pá que dar patadas! |
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