Tras varios intentos, es en
esta ocasión cuando me encuentro con los
dos elementos básicos a mi favor: Posicionamiento y momento tiempo. Tras un
previo estudio sobre plano, decido atacar desde la misma base, en altitud cero a
nivel del mar. Mientras los barcos fondean y los tranquilos urbanitas y
vacacionistas playistas se bambolean entre ondulantes baños de arena y sol, acompañados
de un susurrante oleaje de las tranquilas
aguas del Mediterráneo, yo bajo una irrevocable decisión, ataco directamente
y sin miramientos a través de la soberbia muralla defensiva.
Unas modernas escaleras me
dejan a los pies de recovecos de callezuelas, alfoz y otrora amparados en la
alargada sombra feudal; pero es el parque llamado Arete el que me abre subrepticiamente
la sigilosa entrada a la muralla.
Corro entre empinadas
cuestas, avanzo entre atrampadores peldaños de incompresible altura. Posiciono y adquiero porte de conquista; mientras tanto, abajo, la ciudad se encuentra laberintizeada
en su hacer. Arriba la bandera, como última conquista, y en medio mi orgulloso
porte de inmortal victorioso.
Avanzo, mientras sorteo senderos amurallados, que me abocan a una indefensa entrada de fosos puenteados. Estos últimos son testigos mudos, que me invitan a penetrar, entre estrechos laberintos que
ascienden sorteando vigilantes almenas, donde guerreros impertérritos de músculos
de hierro, simulan temibles batallas, entre trampas e impedimentos que retrasan
y fortifican el ascenso.
Lucha y sudor cubierto de lágrimas
que me aúpan a la victoria y a la conquista del último baluarte, donde al fin
la bandera se yergue firme, altiva y como último símbolo de mi Madre Patria
amarrada a mi corazón o como diría Miguel Hernández “abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra, con todas las raíces y con todos los corajes.”
NOTA: Sabias que en la construcción
de fortalezas, los escalones eran de una mayor altura con la finalidad de realizar
una mejor defensa del castillo en el cuerpo a cuerpo.
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