Confinado y con un terreno de poco
más de 40 metros cuadrado de tierra (tengo suerte), y atendiendo ideas,
descubrí que cavar un día y otro era una manera de hacer deporte y así le he
dado una y otra vuelta.
Pero es cierto que en cada azada,
hoy y siempre, me he acordado de mi padre. Él un hombre hecho en la “economía
del azaón”.
Fue el mayor, cuando en la
posguerra era un niño. Tuvo que aprender a buscarse las “habichuelas”, antes
que saber las “cuatro reglas” (aunque afortunadamente el abuelo Florencio, su
padre, le hizo ver lo importante de saber y aprender).
Le quedo gravado a fuego dos cosas:
La familia y el trabajo. La primera la vida le iba en ello, de hecho cualquier
sacrificio o penuria ante para él que ver alguien de los suyos padeciendo. La
segunda, el trabajo, donde los callos en las manos y en los pies (llego a jugar
al futbol sin calzao para no gastarlo, ni estropearlo, que no había otro) era
su base incansable para sacar su familia adelante, el uno y el dos siempre los
llevo unido.
Esto de dar azaonas como deporte me
trae un recuerdo que sonsaca una sonrisa, -los domingo, si no iba a trabajar
salía al campo y con el azaon cavaba hasta hacer un hilo lo más recto y largo posible,
esa era mi diversión-, más de una vez me lo recordaba. -Huye de estas
“miserias” que con ello no se adelanta na-, pero él siempre se aferró al duro
trabajo de agricultor de sol a sol, de azaon al hombro, de hoyos para viñas, olivas
u otros menesteres, donde el brío que le prestaba al azaon dejaba un zumbido que me
imponía.
Nunca se ganó “el pan a traición”,
pero siempre tenía un miedo, retroceder a aquellos años duros, donde el
mendrugo de pan era todo un lujo; por ello tener siempre un apartao con cuatro
gallinas, un par de pichones, unos sacos de trigo y una chiva era asegurar su
autoconsumo, y no quiero decir nada del reciclaje, donde el plato de comida no
quedaba ni “zarapeta”: los hueso bien limpios para el gato, para las gallinas
las mondaduras de naranjas, peras o plátanos y la chiva de todo el resto daba
cuenta, vamos que no se extrozaba nada y
nada se tiraba, porque todo tenía un provecho.
Él nunca entendió no llevarse un
bocao a la boca sin trabajar y su vida fue eso: Trabajar, trabajar y trabajar.
Ah! Y algunas veces con cuidao que no anduviera la Guardía Civil entre los
caminos por ser Fiesta de Guardar.
Que deporte más extraño me he
buscado durante el confinamiento, cavar y cavar mis apenas cuarenta metros.
Otra vez estoy que casi acabo.
Una mañana entre los ramillazos de
las olivas oigo la voz que me dice ¡Vamonos!-, no digo nada, simplemente cojo
el hato y nos marchamos. Él superaba los
ochenta años, yo comprendí que desde ese momento las cosas ya no serían igual.
Paso el rastillo envuelto en el
sudor de mi entreno en confinamiento.
Él, hoy, supera los noventa lleva
confinado sesenta días, si pudiera preguntarle cómo estás, él a buen seguro, que desde la mirada perdida, esbozaría una sonrisa y diría –bien- y seguiría
envuelto en su mundo extraño y sin entender que aquella economía del azaón que
nos hizo crecer hoy nos está rondando, pero quizás desde aquel ayer hasta el
actual hoy necesitemos las fuerzas, las agallas y el coraje de aquella gran
generación de trabajadores para afrontar este retroceso en lo que creíamos que
aquellos tiempos eran cuentos de viejos que no se habían adaptado a esta vida
moderna.