Son casi las 7,00 horas de la
mañana, como muchas otras, cruzo la Castellana y dejo a la derecha el
acristalamiento del Corte Inglés. El tráfico va muy lento, demasiado lento para
las horas que son. Casi estoy llegando a Cuatro Caminos y una ristra de coches
siguen a una bicicleta (de estás eléctricas que hay en distintos puntos de
Madrid).
El bicicletista va por todo el
medio del carril. Erguido, orgulloso, pausado, manteniendo el ritmo que le da
los pies y la electrizante bicicleta. Somos una procesión en una apenas
despertante ciudad. No hay tráfico y calladamente se sigue al tranquilo
bicicletista.
Mientras tanto recuerdo,…
Mi primer vehículo de traslado fue
una bicicleta, comprada en Otero, de cuadro a medida, una todo carretera con
marchas y de la marca RAZESA. Para mí en aquellos principios de los años 80 un
superlujo, que pude comprarme con mi sueldo, que por cierto no llegaba al
sueldo mínimo interprofesional de aquella época.
Con aquella bici verde Razesa me
movía por un complicado Madrid de tráfico. Temprano con ella iba al trabajo
(más de una vez me entremezclaba entre la llegada de los autobuses de los
trabajadores en Atocha), luego vuelta, incluso alguna vez que otra me valió
para coger la carretera de Andalucía/N IV para ir a mi pueblo. Gracias a la
bicicleta tuve mi primera libertad de movimiento en un complicado Madrid, donde
mezclarte con los vehículos era una auténtica arriesgada aventura.
En aquella época, los “cuatro” que
nos movíamos en dos ruedas éramos unos locos suicidas en una
ciudad y carreteras hechas para los vehículos.
La
bicicleta siempre ha sido un endeble vehículo de movilidad, cargada de
TNT cuyo iniciador está en el exterior, y casi siempre identificado con el
coche.
Es temprano, son casi las 7,00 de
la mañana,…
Seguimos en procesión, detrás de él,
que marcha en medio. Cuanto tiempo ha
pasado desde aquellos 80 (hoy la Razesa la tengo colgada a modo de museo y
grandes recuerdo, de aquellos años, en los que me había comido medio mundo y
buscaba comerme el otro medio). Hoy después de muchos años, entiendo al
tranquilo bicicletista que marcha por medio del carril, ajeno a tráfico o
cualquier circunstancia de circulación. Él va en bicicleta y contribuye a una
ciudad mejor, más sostenible, más humana y de menos coches. Pero hoy cuando los
sesenta no me son ajenos y los ochenta me quedan lejos, la percepción de mi
mundo está a la inversa (medio mundo me ha comido y lucho porque no me coma el
otro medio mundo).
Pienso, que no hay un “todo”, ni un
“nada”, que la mejor línea casi siempre es la de en medio, pero no la de en
medio del carril, sino de la comprensión, de entender que en la “mostruosa “
ciudad, moverse en bicicleta es sólo para unos pocos, porque pocos son los que
el domicilio de su lugar de trabajo están a tiro de piedra, pero en muchos
casos el trabajo necesita del vehículo y en otros, y que no son pocos, la edad
o problemas de salud le obligan a utilizar el coche.
Me gustaría una ciudad sin coches,
donde las bicicletas enarbolaran la bandera de una ciudad más humana, incluso
donde el transporte público extendiera sus tentáculos de excelente
comunicación. Ciudad de vías estrechas, aceras anchas, grandes espacios
peatonales, arboles. Ciudad sin ruidos y sin stress.
Pero mientras todo esto llega,
circulemos todos respetándonos. Entendiendo que el lugar que ocupamos en los
espacios públicos es sólo momentáneo, y que otros enseguida que lo dejamos lo
ocupan, y además es necesario para que todo fluya. Pido, en primer lugar,
respeto y distancia para los más débiles, pero también pido respeto y cuidado
por los más débiles porque cuando en esta ancha ciudad se sienten envueltos por
una invencible armadura sobre dos ruedas, esa armadura es sólo invisible.
