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Terminar un libro y quedarte con el
deseo de que no acabe para seguir es una situación de agrio placer que te
atrapa y te obliga a elegir con criterio el siguiente. Jesús Sánchez Adalib a
través de sus documentadas letras nos adentra en una época significativa de la
historia de España, la ocupación Árabe y la inestabilidad bélica entre agarenos
e infieles. En el siglo X nos
encontramos en una península ibérica donde dos grandes personajes de la
historia de España tienen una dura pugna por domeñar este territorio.
Abderraman III en Córdoba como epicentro
de su califato y el rey Ramiro II, supremo del reino cristiano de Gallaecia,
ubicado en León se enfrentan en una cruenta batalla en Simancas, donde los
cristianos infringen una dura derrota al islán. Este es el punto de inicio de
una trama que nos llevan a un juego de negociaciones, intrigas y hechos para
establecer una paz estable en los reinos.
Conocer de manera sencilla sus
sociedades, distinguir sus distintas peculiaridades y enriquecerte con un
extenso vocabularios utilizado por el autor es una experiencia que te deja con
la agradable sensación de que el tiempo vertido ha merecido la pena, aunque
alguna o muchas de sus veces el cansancio me ha dejado inmerso en aquella forma
de vida.
Córdoba y León o moros y cristianos
una separación diferente sometidos por su común vivir en una mezcolanza de
culturas y religiones. El Corán perdido y las reliquias de San Paio, dos objetivos de unas
embajadas obligadas a entenderse son las que marcan el Camino Mozárabe de Jesús
Sánchez Adalib. “-¡Muy bien dicho! ¡Que nadie venga aquí a juzgarnos! ¡Nuestro
rey es Cristo, pero honramos a quien nos gobierna! ¡Somos súbditos del gran Al
Nasir de Córdoba, nuestro califa!”.
Sin duda un libro que nos acerca a
nuestra historia de manera novelada y bien documentada y que en ocasiones nos
hace unas excelentes descripciones “En cuanto a mí, nací y me crie en el valle
del río Masma, entre las masas de los bosques impenetrables; donde es maravilla
el húmedo olor de las hojas muertas que cubren la tierra, bajo los cielos
encapotados guardianes de la preciada lluvia que hace fértiles los claros, los
prados, los huertos, los viñedos... Allí, en los sotos poblados de castaños,
que brillan cuando asoma el sol y sus hojas adquieren el tono de las uvas
transparentes, las casas y las cercas de piedra gris están separados por el
follaje ya maduro e inmóvil de los abedules, que, en otoño, se visten con los
tintes rojizos que recuerdan las manchas de óxido sobre la ropa blanca recién
planchada. Y los negros troncos de los robles se cubren con un terciopelo de
moho verde de extraño y cálido tacto. Es tierra adentro, pero ¡qué cerca se
presiente el mar frío, aun al abrigo de los montes!”.
