Hoy era sí o sí. Mi programa de entreno
es rodar suave, no más de una hora, para probar la respuesta del pie, que desde
los últimos días me lleva en una molestia constante.
Son las 14,30 horas de un espléndido
día, casi primaveral. El cielo totalmente despejado, deja al sol en su plena
fuerza de estos finales de febrero. Hoy necesito respirar, trotar suavemente,
dejar fluir mis pensamientos y esperar llenarme de buenas sensaciones ¡Lo
necesito!.
Me cruzo con los habituales, aunque el
día ha dado paso a que se vean más de los de cada día. El pausado ritmo va
intentando recolocar los pensamientos y es ese tranquilo trantan el que deja
fluir mi ritmo. Hoy no más de 50 minutos, encaramo la última larga cuesta que
me lleva a la zona de estiramientos. Son unos cuatrocientos metros, donde los
doscientos primeros son de suave ascenso, para seguidamente empinarse. Es ahí
en esa intersección, flanqueada por unos bancos, donde un joven, de no más de 24
años, se va a cruzar en mi entreno. Está solo. Sentado de medio lado y ante una bolsa de plástico esparcía con diversos objetos y un tapón con agua. Voy lento y no dejo de mirarlo, su escenario y actitud a plena luz y tránsito de viandantes me dejan perplejo porque contrastan con su porte de juventud saludable e informado. Mi trote se ralentiza, mientras fijo su mirada en su
escenario. Un ligero escalofrío recorre mi cuerpo. Quiero parar y decirle ¡NO!. Dudo... y sigo. Mientras tanto el joven entre las manos bombea una pequeña jeringuilla.
Estoy escasamente a un metro de él. Mantengo la mirada. Él desvía su mirada.
Echo el cuerpo hacia adelante, porque ahora la cuesta es exigente.
Navidad de los finales de los años 90.
En uno de los numerosos poblados que invaden la gran ciudad. Una mujer de
figura encorvada, pañuelo en la cabeza y vestida toda de negro, de aquellos
negros de lutos de antaño, va en vacilantes pasos. Se detiene mira, pregunta y busca. A escasos pasos le sigue su marido con figura resignada, que siempre se
mantiene en segundo plano.
Es un lugar de chabolas entre
escombreras, rodeadas de escondrijos imposibles y esqueletos de vehículos. La
zona es un amasijo de inmundicias entre barros, donde desde sus entrañas se
remueven figuras cadavéricas de palabras balbuceantes que arrancan la última
agonía de la droga. La madre sigue buscando y sigue preguntando. El padre resignado
la sigue. Es Navidad. - Busco a mi hijo, porque quiero que pase las Navidades
en caso con nosotros-, me dice la madre.
Son poco menos de 200 metros de empinada
cuesta y me fluyen mil y una imagen de vivencias en las que he visto como el
paso del tiempo ha ido transformando a personas en despojos ambulantes, para
luego desaparecer de inmundicia. He visto tirados la rigidez de cuerpos enganchados a una
jeringuilla y he escuchado de manera desconsolada pedir a unos padres que quieren
ver a su hijo muerto.
Malditos últimos metros empinados. ¡Maldita
droga!, que traza el camino más corto de degradación y destrucción del ser
humano.